EL PODER
PROMETIDO
8TI 26 – 30
Dios
no nos pide que hagamos con nuestra propia fuerza la obra que nos espera. Él ha
provisto ayuda divina para todas las emergencias a las cuales no puedan hacer
frente nuestros recursos humanos. Da el Espíritu Santo para ayudarnos en toda
dificultad, para fortalecer nuestra esperanza y seguridad, para iluminar
nuestra mente y purificar nuestro corazón.
Precisamente
antes de su crucifixión, el Salvador dijo a sus discípulos: “No os dejaré
huérfanos”. “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con
vosotros para siempre”. “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará
a toda verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo
que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir”. “...él os enseñará
todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho”. Juan 14:18, 16;
16:13; 14:26.
Cristo
hizo provisión para que su iglesia fuera un cuerpo transformado, iluminado por
la luz del cielo, que poseyese la gloria de Emanuel. Él quiere que todo
cristiano esté rodeado de una atmósfera espiritual de luz y paz. No tiene
límite la utilidad de aquel que, poniendo el yo a un lado, da lugar a que obre
el Espíritu Santo en su corazón, y vive una vida completamente consagrada a
Dios.
¿Cuál
fue el resultado del derramamiento del Espíritu en el día de Pentecostés? Las
buenas nuevas de un Salvador resucitado fueron proclamadas hasta los confines
más remotos del mundo habitado. El corazón de los discípulos quedó sobrecargado
de una benevolencia tan completa, profunda y abarcante, que los impulsó a ir
hasta los confines de la tierra testificando: “Pero lejos esté de mí gloriarme,
sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo...”. Gálatas 6:14. Mientras
proclamaban la verdad tal cuales en Jesús, los corazones cedían al poder del
mensaje. La iglesia veía a los conversos acudir a ella desde todas las
direcciones. Los apóstatas se volvían a convertir. Los pecadores se unían con
los cristianos en la búsqueda de la perla de gran precio. Los que habían sido
acérrimos oponentes del evangelio llegaron a ser sus campeones. Se cumplía la
profecía: “...el que entre ellos fuere débil, en aquel tiempo será como David;
y la casa de David como Dios, como el ángel de Jehová”. Zacarías 12:8. Cada
cristiano veía en su hermano la divina similitud del amor y la benevolencia. Un
solo interés prevalecía. Un objeto de emulación absorbía a todos los demás. La
única ambición de los creyentes consistía en revelar un carácter semejante al
de Cristo y trabajar para el engrandecimiento de su reino.

“Y
con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor
Jesús, y abundante gracia era sobre todos ellos”. Hechos 4:32. Gracias a sus
labores se añadieron a la iglesia hombres elegidos, quienes, recibiendo la Palabra
de vida, consagraron su existencia a la obra de comunicar a otros la esperanza
que había llenado su corazón de paz y gozo. Centenares proclamaron el mensaje:
“El reino de Dios se ha acercado”. Marcos 1:15. No se los podía restringir ni
intimidar por amenazas. El Señor hablaba por su medio, y dondequiera que
fueran, los enfermos eran sanados y el evangelio era predicado a los pobres.
Tal
es el poder con que Dios puede obrar cuando los hombres se entregan al control
de su Espíritu.
A
nosotros hoy, tan ciertamente como a los primeros discípulos, pertenece la
promesa del Espíritu. Dios dotará hoy a hombres y mujeres del poder de lo alto,
como dotó a los que, en el día de Pentecostés, oyeron la palabra de salvación.
En este mismo momento su Espíritu y su gracia son para todos los que los
necesiten y quieran aceptar su palabra al pie de la letra.
Notemos
que el Espíritu fue derramado después que los discípulos hubieron llegado a la
unidad perfecta, cuando ya no contendían por el puesto más elevado. Eran unánimes.
Habían desechado todas las diferencias. Y el testimonio que se da de ellos
después que les fue dado el Espíritu es el mismo. Notemos la expresión: “Y la
multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma...”. Hechos 4:32.
El Espíritu de Aquel que había muerto para que los pecadores vivieran animaba a
toda la congregación de los creyentes.
Los
discípulos no pidieron una bendición para ellos mismos. Sentían preocupación
por las almas. El evangelio había de ser proclamado hasta los confines de la
tierra y solicitaban la medida de poder que Cristo había prometido. Entonces
fue cuando se derramó el Espíritu Santo y miles se convirtieron en un día.
Así
puede suceder ahora. Desechen los cristianos todas las disensiones, y
entréguense a Dios para salvar a los perdidos. Pidan con fe la bendición
prometida, y ella les vendrá. El derramamiento del Espíritu en los días de los
apóstoles fue “la lluvia temprana”, y glorioso fue el resultado. Pero la lluvia
tardía será más abundante. ¿Cuál es la promesa hecha a los que viven en los
postreros días? “Volveos a la fortaleza, oh prisioneros de esperanza; hoy
también os anunció que os restauraré doble”. “Pedid a Jehová lluvia en la
estación tardía. Jehová hará relámpagos, y os dará lluvia abundante, y hierba
verde en el campo a cada uno”. Zacarías 9:12; 10:1.
Cristo
declaró que la influencia divina del Espíritu había de acompañar a sus
discípulos hasta el fin. Pero la promesa no es apreciada como debiera serlo;
por lo tanto, su cumplimiento no se ve como debiera verse. La promesa del
Espíritu es algo en lo cual se piensa poco; y el resultado es tan sólo lo que
podría esperarse: sequía, tinieblas, decadencia y muerte espirituales. Los
asuntos de menor importancia ocupan la atención y, aunque es ofrecido en su
infinita plenitud, falta el poder divino que es necesario para el crecimiento y
la prosperidad de la iglesia y que traería todas las otras bendiciones en su
estela.

La
ausencia del Espíritu es lo que hace tan impotente el ministerio evangélico.
Puede poseerse saber, talento, elocuencia, y todo don natural o adquirido;
pero, sin la presencia del Espíritu de Dios, ningún corazón se conmoverá,
ningún pecador será ganado para Cristo. Por otro lado, si sus discípulos más
pobres y más ignorantes están vinculados con Cristo, y tienen los dones del
Espíritu, tendrán un poder que se hará sentir sobre los corazones. Dios hará de
ellos conductos para el derramamiento de la influencia más sublime del
universo.
¿Por
qué no tener hambre y sed del don del Espíritu, puesto que es el medio por el
cual hemos de recibir poder? ¿Por qué no hablamos de él, oramos por él, y
predicamos acerca de él? El Señor está más dispuesto a darnos el Espíritu Santo
que los padres a dar buenas dádivas a sus hijos. Todo obrero debiera solicitar
a Dios el bautismo del Espíritu. Debieran reunirse grupos para pedir ayuda
especial, sabiduría celestial, a fin de saber cómo hacer planes y ejecutarlos
sabiamente. Debieran los hombres pedir especialmente a Dios que otorgue a sus
misioneros el Espíritu Santo.
La
presencia del Espíritu con los obreros de Dios dará a la presentación de la
verdad un poder que no podrían darle todos los honores o la gloria del mundo.
El Espíritu provee la fuerza que sostiene en toda emergencia a las almas que
luchan, en medio de la frialdad de sus parientes, el odio del mundo y la
comprensión de sus propias imperfecciones y equivocaciones.
El
celo por Dios movió a los discípulos a dar testimonio de la verdad con gran
poder. ¿No debiera este celo encender en nuestro corazón la resolución de
contar la historia del amor redentor de Cristo, y de éste crucificado? ¿No
vendrá hoy el Espíritu de Dios en respuesta a la oración ferviente y
perseverante, para llenar a los hombres de un poder que los capacite para
servir? ¿Por qué es entonces la iglesia tan débil e inerte?
Es
privilegio de todo cristiano no sólo esperar sino apresurar la venida de
nuestro Señor Jesucristo. Si todos los que profesan su nombre llevaran frutos
para su gloria, ¡cuán prestamente quedaría sembrada en el mundo la semilla del
evangelio! La última mies maduraría rápidamente, y Cristo vendría para recoger
el precioso grano.
Mis
hermanos y hermanas, rogad por el Espíritu Santo. Dios respalda toda promesa
que ha hecho. Con la Biblia en la mano, decid: “He hecho como tú dijiste.
Presento tu promesa: ‘Pedid, y se os dará; llamad, y se os abrirá’”. Cristo
declara: “Por tanto, os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo
recibiréis, y os vendrá”. “Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo
haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo”. Mateo 7:7; Marcos 11:24;
Juan 14:13.

El
arco iris que rodea el trono nos asegura que Dios es fiel; que en él no hay
mudanza ni sombra de variación. Hemos pecado contra él y no merecemos su favor;
sin embargo, él mismo pone en nuestros labios la más admirable de las súplicas:
“Por amor de tu nombre no nos deseches, ni deshonres tu glorioso trono;
acuérdate, no invalides tu pacto con nosotros”. Jeremías 14:21. Él se ha
comprometido a prestar oído a nuestro clamor cuando acudimos a él y confesamos
nuestra indignidad y pecado. El honor de su trono garantiza el cumplimiento de
la palabra que nos dirige.
Cristo
envía a sus mensajeros a toda parte de su dominio para comunicar su voluntad a
sus siervos. Él anda en medio de sus iglesias. Desea santificar, elevar y
ennoblecer a quienes le siguen. La influencia de los que creen en él será en el
mundo un sabor de vida para vida. Cristo tiene las estrellas en su diestra, y
es su propósito dejar brillar por intermedio de ellas su luz para el mundo. Así
desea preparar a su pueblo para un servicio más elevado en la iglesia
celestial. Nos ha confiado una gran obra. Hagámosla fielmente. Demostremos en
nuestra vida lo que la gracia divina puede hacer por la humanidad.
NUESTRA
RESPONSABILIDAD
8TI 31 – 34
Hay
ocasiones cuando se me presenta una visión clara del estado en que se encuentra
la iglesia remanente: un estado de asombrosa indiferencia hacia las necesidades
de un mundo que perece por falta del cono cimiento de la verdad para este
tiempo. Después paso horas, y a veces días presa de una intensa angustia.
Muchos de aquellos a quienes se les han encomendado las verdades salvadoras del
mensaje del tercer ángel no logran comprender que la salvación de las almas
depende de la consagración y actividad de la iglesia de Dios. Muchos emplean
las bendiciones que han recibido para servir al yo. Oh, ¡cuánto me duele el
corazón debido a que Cristo es avergonzado por causa del comportamiento no
cristiano de ellos! Pero, después que pasa mi agonía, siento deseos de trabajar
más arduamente que nunca para estimularlos a hacer un esfuerzo abnegado por
salvar a sus prójimos.
Dios
ha hecho a su pueblo mayordomo de su gracia y verdad, y ¿cómo considera él su
descuido de no impartir estas bendiciones a sus prójimos? Supongamos que una
distante colonia perteneciente a la Gran Bretaña está en grande aprieto debido
al hambre y a una guerra inminente. Multitudes mueren de inanición, y un
poderoso enemigo se congrega en la frontera, amenazando acelerar la obra de
destrucción. El gobierno del país abre sus despensas; la caridad pública fluye
en abundancia; el socorro abunda por todos lados. Una flota cargada de los
preciosos medios de existencia es enviada a la escena de sufrimiento,
acompañada de las oraciones de aquellos cuyos corazones fueron conmovidos a
proveer ayuda. Y por un tiempo la flota navega directamente hacia su destino.
Pero, habiendo perdido de vista la tierra, el entusiasmo de los encargados de
llevar provisiones a las víctimas hambrientas disminuye. Aunque están ocupados
en una obra que los hace colaboradores con los ángeles, pierden las buenas
impresiones que tuvieron al salir. Por intermedio de los malos consejeros entra
la tentación.

En
el trayecto yace un conjunto de islas y, aunque harto lejos de su destino,
deciden hacer escala. La tentación que ya ha entrado se hace más fuerte. El
espíritu egoísta del lucro se apodera de sus mentes. Se presentan oportunidades
de negocio. Se persuade a los que están a cargo de la flota a permanecer en las
islas. Su propósito original de misericordia se pierde de vista. Se olvidan del
pueblo hambriento al cual fueron enviados. Las provisiones que se les habían
encomendado son usadas para su propio beneficio. Los recursos de beneficencia
son desviados por cauces de egoísmo. Intercambian los medios de subsistencia
por la ganancia egoísta y dejan que sus prójimos mueran. El clamor de los que
perecen asciende a los cielos y el Señor apunta en su registro la historia del
robo.
Pensemos
en el horror de ver morir a seres humanos porque los encargados de los medios
de auxilio fueron infieles a su cometido. Se nos hace difícil reconocer que el
hombre pudiera ser culpable de un pecado tan terrible. Sin embargo, se me
instruye a deciros, mi hermano, mi hermana, que los cristianos diariamente
repiten este pecado.
En
el Edén, el hombre cayó de su elevado estado y por medio de la transgresión fue
sujeto a la muerte. En el cielo se vio que los seres humanos perecían, y Dios
fue movido a misericordia. A un costo infinito él ideó un plan de auxilio. “De
tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo
aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Juan 3:16. No había
esperanza para el transgresor excepto a través de Cristo. Dios vio que “no
había hombre, y se maravilló que no hubiera quien se interpusiese; y lo salvó
su brazo, y le afirmó su misma justicia”. Isaías 59:16.
El
Señor escogió a un pueblo y lo hizo depositario de su verdad. Era su propósito
que, mediante la revelación de su carácter por medio de Israel, los hombres
fueran atraídos hacia él. La invitación evangélica debía darse a todo el mundo.
A través de la enseñanza del sistema de sacrificios, Cristo había de ser
exaltado ante las naciones, y todos los que pusieran su vista en él vivirían.
Pero
Israel no cumplió el propósito de Dios. Se olvidaron de Dios y perdieron de
vista su alto privilegio como representantes suyos. Las bendiciones que habían
recibido no trajeron ninguna bendición al mundo. Se aprovecharon de todos sus
privilegios empleándolos para su propio ensalzamiento. Le robaron a Dios el
servicio que él requería de ellos, y le robaron al prójimo la orientación
religiosa y el ejemplo piadoso. Dios finalmente envió a su Hijo para revelarle
a la humanidad el carácter del Invisible. Cristo vino y vivió en esta tierra
una vida de obediencia a la ley de Dios. Entregó su preciosa vida para salvar
al mundo e hizo mayordomos a sus siervos. Con el don de Cristo todos los
tesoros del cielo fueron dados al hombre. La iglesia fue abastecida con el pan
del cielo para las almas hambrientas. Este fue el tesoro que se encargó al
pueblo de Dios para ser llevado al mundo. Debieron haber cumplido su deber
fielmente, continuando su obra hasta que el mensaje de misericordia hubiera rodeado
el mundo.

Cristo
ascendió al cielo y envió su Santo Espíritu para dar poder a la obra de sus
discípulos. Miles se convirtieron en un día. En una sola generación el
evangelio fue llevado a toda nación bajo el cielo. Pero poco a poco se produjo
un cambio. La iglesia perdió su primer amor. Se volvió egoísta y amante de la
comodidad. El espíritu de la mundanalidad fue aceptado. El enemigo hechizó a
los que Dios había dado luz para un mundo en tinieblas: una luz que debió
haberse esparcido en buenas obras. El mundo fue privado de las bendiciones que
Dios deseaba que la humanidad recibiera.
¿Acaso
no se repite la misma cosa en esta generación? En nuestros días hay muchos que
retienen lo que el Señor les ha encomendado para la salvación de un mundo
desapercibido y descarriado. En la Palabra de Dios se representa un ángel
volando en medio del cielo, “que tenía el evangelio eterno para predicarlo a
los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo, diciendo a
gran voz: Temed a Dios, y dadle honra, porque la hora de su juicio ha llegado;
y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las
aguas”. Apocalipsis 14:6, 7.
El
mensaje de (Apocalipsis 14) es el mensaje que hemos de llevar al mundo. Es el
pan de vida para estos últimos días. Millones de seres humanos perecen en
ignorancia e iniquidad. Pero muchos de aquellos a quienes Dios ha encomendado
los depósitos de vida miran a estas almas con indiferencia. Muchos olvidan que
a ellos se les ha encomendado el pan de vida para los que tienen hambre de
salvación.
¡Oh,
si hubiera cristianos consagrados, firmeza semejante a la de Cristo, fe que
obra mediante el amor y purifica el alma! Que Dios nos ayude a arrepentirnos y
a cambiar nuestros pasos lentos por una acción consagrada. Que Dios nos ayude a
manifestar la carga de las almas que perecen, tanto mediante nuestras palabras
como por la obra que hacemos nuestra.
Demos
gracias cada momento por la paciencia de Dios hacia nuestras acciones tardías e
incrédulas. En lugar de lisonjearnos pensando en lo que hemos logrado, después
de haber hecho tan poco, debemos laborar con más empeño aún. No dejemos de
esforzarnos ni bajemos nuestra guardia. Jamás debe disminuir nuestro celo.
Nuestra vida espiritual necesita revitalizarse a diario en el río que alegra la
ciudad de nuestro Dios. Siempre debemos buscar oportunidades en que podamos
emplear para Dios los talentos que él nos ha proporcionado.