Escrito por Stevens Rosado
Espíritu vs carne
Algunas personas dudan del hecho de que Dios puede cambiar drásticamente a alguien. En otras palabras, no creen que un asesino, violador, ladrón o prostituta pueda cambiar del todo. Argumentan que el mal siempre estará allí y prevalecerá sobre los deseos de hacer el bien. Otros agregan, que muchos buscan refugio en las iglesias para esconderse de sus perseguidores y que la casa de Dios es en realidad una “cueva de ladrones”. Probablemente la gente tenga razón en algunos casos, pero en la mayoría no.
¿Cómo puede una persona sumergida en lo mas bajo del pecado convertirse en un cristiano fiel? ¿Quién realiza ese extraordinario milagro? El Espíritu Santo sin duda. La guerra entre la naturaleza carnal (el mal) y el Espíritu (el bien) es a muerte, exageradamente sangrienta. No existe en todo el universo dos fuerzas más opuestas que estas. Por esta razón pablo advierte: “vivid según el Espíritu, y no satisfaréis los deseos malos de la carne. Porque la carne desea contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne. Los dos se oponen entre si, para que no hagáis lo que quisierais” (Gálatas 5: 16 – 17).
La única fuerza que puede combatir a los malos deseos de la carne es el Espíritu. Estas son las dos grandes fuerzas contendoras en la vida de cada ser humano. Por esta razón es vital comprender quien es en realidad el Espíritu Santo y como trabaja en el ser humano. Sin el poder del Espíritu estamos perdidos, no tenemos ningún arma contra el mal.
Esas personas pecadoras que cambiaron radicalmente sus vidas para bien y ahora están al servicio de Dios, sin lugar a dudas fueron transformada por el Espíritu de Dios, “porque en otro tiempo, nosotros también éramos insensatos, desobedientes, extraviados, esclavos de diversas pasiones y placeres. Vivíamos en malicia y envidia. Éramos aborrecibles, aborreciéndonos unos a otros. Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro salvador, y su amor hacia los hombres, nos salvo, no por obras de justicia que
nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavado regenerador y renovador del Espíritu Santo” (Tito 3: 3 – 5).
La obra del Espíritu Santo es tan completa que cubre cada detalle de la vida humana. Cambia lo que parecía imposible de cambiar y reconstruye de nuevo la imagen de Dios en el hombre, es decir, ese carácter que tenían Adán y Eva antes de pecar. La biblia dice claramente que Dios hiso al hombre a su imagen y semejanza (Génesis 1: 27), pero esto no solo se refiere a la estructura física sino también a la pureza de alma y perfección de carácter. En pocas palabras el Espíritu Santo sustituye nuestra naturaleza pecaminosa por la espiritual. Es allí donde encontramos el marcado contraste entre las obras de la carne que antes poseíamos y los frutos del Espíritu que ahora disfrutamos. Veamos en Gálatas 5: 19 – 25 esta marcada diferencia.
“Manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicería, enemistades, pleitos, celos, explosiones de ira, contiendas, divisiones, sectarismos, envidias, homicidios, borracheras, orgias y cosas semejantes. Os advierto, como ya en previene, los que practican tales cosas no heredaran el reino de Dios”.
“Pero el fruto del Espíritu es: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio. Contra estas virtudes no hay ley. Porque los que son de Cristo, han crucificado la carne con sus pasiones y malos deseos. Si vivimos en el Espíritu, andamos también en el Espíritu”.
En estas dos fuerzas se ve representado la desgracia y desdicha del hombre por un lado y la felicidad y salvación por el otro. Los frutos espirituales son muy difíciles de obtener por nuestra propia fuerza, quizá el hombre solo pueda conquistar algunos, pero sin el Espíritu en su vida es imposible conquistarlos todos.
La clave del cambio drástico del hombre pecador la encontramos en el versículo 24, donde Pablo afirma que los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y malos deseos ¡Esto es simple y sencillamente un milagro! El antes alcohólico ya no siente deseos de beber, el drogadicto de fumar y así sucesivamente, porque Dios mato ese deseo pecaminoso y lo sustituyo con los frutos del Espíritu. Pero ojo, este cambio solo se produce si el ser humano lo permite. Si el hombre sigue en su necedad o no cree en el poder transformador de Dios, el milagro jamás ocurrirá. Obtener los frutos del Espíritu en nuestras vidas y con ello matar las pasiones y deseos pecaminosos es un acto de fe.
Otro aspecto que es de vital importancia es entender que aun cuando nuestros malos deseos han sido sepultados, estos pueden resucitar si descuidamos nuestra relación con Dios. Así mismo, los frutos del Espíritu pueden desvanecerse si no se riegan y cultivan todos los días. La vida Cristiana consiste en la permanencia en Dios. Si una planta grande y fuerte deja de recibir alimento, se marchita. Pablo explica este asunto de la siguiente manera: “El que siembra para su carne, de la carne segara corrupción. Pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segara vida eterna” (Gálatas 6: 8).
“Por lo tanto, como elegidos de Dios, santos y amados, vestíos de entrañable compasión, de benignidad, humildad, mansedumbre y tolerancia. Soportaos y perdonaos unos a otros, si alguno tuviera queja del otro. De la manera que Cristo os perdono, así también perdonaos mutuamente vosotros. Y sobre todo, vestíos de amor, que es el vinculo de la perfección” (Colosenses 3: 12 – 14).
Lo que el ser humano realmente necesita es un nuevo nacimiento. Darle muerte al “yo” y permitir la entrada del consolador en nuestras vidas. Es así como Jesucristo hablo en relación a la transformación que debe experimentar todo cristiano: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo. El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu" (Juan 3:5 – 8).
Pablo explica de una forma sorprende este proceso de transformación al afirmar que “nosotros todos, que con el rostro descubierto, contemplamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados de gloria en gloria, a la misma imagen, por el Señor que es el Espíritu” (2 Corintios 3:18).
El Espíritu nos moldea a la imagen de Dios. Nos da vida y nos libra de toda condenación, “porque si vivís conforme a la carne, moriréis. Pero si por el Espíritu dais muerte a las obras de la carne, viviréis (Romanos 8:13).
“Pero ahora, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús; (los que no andan según la carne, sino según el Espíritu) (Romanos 8:1).
“Además, el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad. Porque no sabemos pedir lo que conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Romanos 8:26).
“Pero vosotros, amados, edificaos sobre vuestra santísima fe, y orad movidos por el Espíritu Santo” (Judas 1:20).
La sierva del señor declaró con respecto a la transformación del ser humano a imagen de Dios de la siguiente manera: “Los que reciban el sello del Dios vivo y sean protegidos en el tiempo de angustia deben reflejar plenamente la imagen de Jesús”. “Recuerden todos que Dios es santo y que únicamente seres
santos podrán morar alguna vez en su presencia” (Primeros escritos, capitulo 17, pagina 71).
En definitiva el Espíritu Santo nos cambia de tal manera que el reflejo del carácter de Jesús se ve en nosotros. Esto nos hace actos para estar delante de la presencia del Padre y de Jesús mismo. El Espíritu nos capacita para vivir aquí en la tierra como viviremos durante los mil años en el cielo y el resto de la eternidad en la tierra nueva. Nos libra de todo pecado y nos da la fuerza para vencer el mal. Nos permite “participar de la naturaleza divina” de la cual se habla en 2 Pedro 1:4. El poder del Espíritu no es para realizar milagros visibles aunque sabemos que los suele hacer, el poder del Espíritu se manifiesta en la transformación del alma y el corazón. Al fin y al cabo el hombre fue “creado para ser semejante a Dios en justicia y santidad” (Efesios 4:22 – 24) ¡gloria a Dios! ¡Que grande su misericordia y amor!